Una fiesta familiar. Ni más ni menos. Ni la Nochebuena, ni el día de Navidad, ni la reunión anual de primos, ni el cumpleaños de la abuela. La matanza estaba por encima de todo eso. El cerdo era el verdadero elemento de cohesión familiar. Dejémonos de pamplinas. Durante esos días en los que el invierno acechaba y el calor de la hoguera se convertía en una bendición, la familia demostraba cuál es su verdadero significado. Pero no estaban solos. Al festín se unían vecinos y amigos. Porque al fin y al cabo la familia no sólo entiende de parentescos, también de vínculos como la vecindad y la amistad. Algo así sólo era posible durante los días de la matanza. Risas, anécdotas, comilonas, olor a chamusquina… Y la paradoja es que se hacía currando. Pero currando de verdad. Porque el trabajo era exigente.
Eso sí, el premio que venía después hacía que mereciera la pena cualquier sacrificio. Carne de cerdo para todo el año. Tanto fresca como en embutido. Manjares auténticos y sin aditivos. Así era la matanza (o el mondongo como se denomina en algunas zonas). Ante todo un festín familiar que muchos esperaban durante todo el año. Una tradición que forma parte del ADN de muchos pueblos. Por ese motivo ha llegado hasta nuestros días. Porque sería una afrenta no honrar a nuestros antepasados manteniendo viva esta llama. Ahora sigue siendo una fiesta, pero abierta al turista. Al visitante que no conoce esta liturgia y aquel que quiere rememorar tiempos pasados. Eso es lo que pretenden las Jornadas de la Matanza del Virrey Palafox. Ni más, ni menos.
¿Cómo era la matanza tradicional?
El cerdo ha sido el salvavidas para muchas familias. Normal que cuando llegara el momento de disfrutar de su carne, se montara una fiesta. No era para menos. Eran tiempos en los que comer pescado era un lujo al alcance de muy pocos. La ternera tenía precios prohibitivos y matar un cordero estaba reservado para ocasiones especiales. No olvidemos que del cerdo, hasta los andares. Daba de sí para todo el año con sus múltiples formas y de eso no podía presumir cualquier animal.
Los desperdicios caseros y los restos de las verduras de la huerta se convertían en la base principal de la dieta del cochino. Había que mimarlo y engordarlo para que llegara lustroso al momento clave. Cada familia solía matar un cerdo (o dos las más afortunadas). La fecha elegida era variable aunque, eso sí, tenía que haber frío. ¿Cuál era el motivo? Nada como las bajas temperaturas para curar los embutidos y permitir que la carne se conserve. En Castilla se solía realizar, en la mayoría de los casos, durante los últimos días de noviembre o los primeros de diciembre.
El corral o la misma puerta de la casa colgaban el cartel de “completo”. Familia, vecinos y amigos se juntaban para dar buena cuenta del aguardiente y los dulces que se repartían antes del sacrificio. Había que coger fuerzas porque esperaba una larga jornada de trabajo. Primero se mataba el cerdo y desde ese momento había que aprovechar absolutamente todo. Por ejemplo, la sangre, para hacer las deliciosas morcillas. Una vez sacrificado y sangrado se chamuscaba, de ahí el olor característico que se impregnaba en los ropajes que portaban los que participaban en la liturgia. Después se empezaba a despiezar extrayendo con sumo cuidado cada uno de sus cortes: tocinos, jamones, lomos, solomillos… Y entre tarea y tarea, a comer. Porque como bien dice el refrán: “Tres días hay en el año en que se llena la panza: Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la matanza”.
Hoy, lejos de caer en el olvido, la liturgia se reivindica y se ensalza. El Virrey Palafox en El Burgo de Osma fue uno de los pioneros en recuperarla y poco a poco otros se han sumado a la promoción y la difusión de una tradición que reflejó el espíritu de supervivencia de muchas generaciones. Larga vida a la matanza.